“El corazón humano desea la alegría.
Cada familia, cada pueblo aspira a la felicidad. Pero, ¿cuál es la
alegría que el cristiano está llamado a vivir y ser testigo? Es aquella
que viene de la cercanía de Dios, de su presencia en nuestras vidas.
Desde que Jesús entró en la historia, con su nacimiento en Belén, la
humanidad recibió la semilla del Reino de Dios, como una tierra que
recibe la semilla, promesa de la futura cosecha. ¡No se necesita buscar
más en otra parte! Jesús vino a traer alegría a todos y para siempre. No
se trata sólo de una alegría esperada o pospuesta al paraíso, sino de
una alegría real y palpable ya ahora, porque Jesús mismo es nuestra
alegría, es nuestra casa, con Jesús la alegría está en casa ¿sin Jesús
hay alegría? No. Él está vivo, es el Resucitado, y obra en nosotros y
entre nosotros, especialmente con la Palabra y los Sacramentos.
Aún San Pablo, en la liturgia de hoy, indica las condiciones para ser "misioneros de la alegría": orar con perseverancia, dar siempre gracias a Dios, entregarse a su Espíritu, buscar el bien y evitar el mal (cf. 1 Ts 5,17- 22). Si esto va a ser nuestra forma de vida, entonces la buena noticia podrá entrar en tantos hogares y familias y ayudar a la gente a redescubrir que en Jesús está la salvación. En Él es posible encontrar la paz interior y la fuerza para enfrentar cada día las diferentes situaciones de la vida, incluso la más pesada y difícil.