sábado, 26 de marzo de 2016

DE LA HOMILIA PRONUNCIADA HOY VIERNES SANTO EN SAN PEDRO EN EL ACTOPRESIDIDO POR EL PAPA FRANCISCO

Tres ideas…

Reconciliarse con Dios….¿Pero qué significa, en el sentido existencial y psicológico, reconciliarse con Dios? Una de las razones, quizá la principal, de la alienación del hombre moderno de la religión y la fe es la imagen distorsionada que este tiene de Dios. ¿Cuál es, de hecho, la imagen “predefinida” de Dios en el inconsciente humano colectivo? Para descubrirla, basta hacerse esta pregunta: “¿Qué asociación de ideas, qué sentimientos y qué reacciones surgen en ti, antes de toda reflexión, cuando, en el Padre Nuestro, llegas a decir: 'Hágase tu voluntad'?”

Quien lo dice, es como si inclinase su cabeza hacia el interior resignadamente, preparándose para lo peor. Inconscientemente, se conecta la voluntad de Dios con todo lo que es desagradable, doloroso, lo que, de una manera u otra, puede ser visto como limitante la libertad y el desarrollo individuales. Es un poco como si Dios fuera el enemigo de toda fiesta, alegría y placer. Un Dios adusto e inquisidor.

Dios es visto como el Ser Supremo, el Todopoderoso, el Señor del tiempo y de la historia, es decir, como una entidad que se impone al individuo desde el exterior; ningún detalle de la vida humana se le escapa. La transgresión de su Ley introduce inexorablemente un desorden que requiere una reparación adecuada que el hombre sabe que no es capaz de darle. De ahí el temor y, a veces, un sordo resentimiento contra Dios. Es un remanente de la idea pagana de Dios, nunca del todo erradicada, y quizás imposible de erradicar, del corazón humano. En esta se basa la tragedia griega; Dios es el que interviene, a través del castigo divino, para restablecer el orden moral perturbado por el mal.

Por supuesto, ¡nunca se ha ignorado, en el cristianismo, la misericordia de Dios! Pero a esta solo se le ha encomendado la tarea de moderar los rigores irrenunciables de la justicia. La misericordia era la excepción, no la regla. El año de la misericordia es la oportunidad de oro para sacar a la luz la verdadera imagen del Dios bíblico, que no solo tiene misericordia, sino que es misericordia.

Esta audaz afirmación se basa en el hecho de que “Dios es amor” (1 Jn 4, 08.16). Solo en la Trinidad, Dios es amor, sin ser misericordia. Que el Padre ame al Hijo, no es gracia o concesión; es necesidad, aunque perfectamente libre; que el Hijo ame al Padre no es gracia o favor, él necesita ser amado y amar para ser Hijo. Lo mismo debe decirse del Espíritu Santo, que es el amor personificado.

Es cuando crea el mundo, y en este las criaturas libres, cuando el amor de Dios deja de ser naturaleza y se convierte en gracia. Este amor es una concesión libre, podría no existir; es hesed, gracia y misericordia. El pecado del hombre no cambia la naturaleza de este amor, pero causa en este un salto cualitativo: de “la misericordia como don” se pasa a “la misericordia como perdón”. Desde el amor de “simple donación”, se pasa a un amor de “sufrimiento”, porque Dios sufre frente al rechazo de su amor. “He criado hijos, los he visto crecer, pero ellos me han rechazado” (cf. Is 1, 2). Preguntemos a muchos padres y muchas madres que han tenido la experiencia, si este no es un sufrimiento, y entre los más amargos de la vida.

La justicia de Dios no es castigo, es liberación…

Es la hora de darnos cuenta que lo opuesto de la misericordia no es la justicia, sino la venganza. Jesús no ha opuesto la misericordia a la justicia, pero si a la ley del talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Perdonando los pecados, Dios no renuncia a la justicia, renuncia a la venganza; no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18, 23). Jesús en la cruz no le ha pedido al Padre vengar su causa; le pidió perdonar a sus crucificadores.

Dios es amor, Dios es misericordia….

Hay una sola cosa que puede salvar realmente el mundo, ¡la misericordia! La misericordia de Dios por los hombres y de los hombres entre ellos. Esa puede salvar, en particular, la cosa más preciosa y más frágil que hay en este momento, en el mundo, el matrimonio y la familia.

Sucede en el matrimonio algo similar a lo que ha sucedido en las relaciones entre Dios y la humanidad, que la Biblia describe, justamente, con la imagen de un matrimonio. Al inicio de todo, decía, está el amor, no la misericordia. Esta interviene solamente a continuación del pecado del hombre.

También en el matrimonio al inicio no está la misericordia sino el amor. Nadie se casa por misericordia, sino por amor. Pero después de años o meses de vida conjunta, emergen los límites recíprocos, los problemas de salud, de finanza, de los hijos; interviene la rutina que apaga toda alegría. Lo que puede salvar un matrimonio del resbalar en una bajada sin subida es la misericordia, entendida en el sentido que impregna la Biblia, o sea no solamente como perdón recíproco, sino como un “revestirse de sentimientos de ternura, de bondad, de humildad, de mansedumbre y de magnanimidad”. (Col 3, 12). La misericordia hace que al eros se añade el ágape, al amor de búsqueda, aquel de donación y de compasión. Dios “se apiada” del hombre (Sal 102, 13): ¿no deberían marido y mujer apiadarse uno del otro? ¿Y no deberíamos, nosotros que vivimos en comunidad, apiadarnos los unos de los otros, en cambio de juzgarnos?

Recemos. Padre Celeste, por los méritos del Hijo tuyo que en la cruz “se hizo pecado” por nosotros, haz caer del corazón de las personas, de las familias y de los pueblos, el deseo de venganza y haznos enamorar de la misericordia. Haz que la intención del Santo Padre en el proclamar este Año Santo de la Misericordia, encuentre una respuesta concreta en nuestros corazones y haga sentir a todos la alegría de reconciliarse contigo en el profundo del corazón. ¡Que así sea”.

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